Durante los diez siglos en los que aproximadamente se extiende la época de la Edad Media, el “amor correcto” y la “sexualidad adecuada» se entendían, exclusivamente, en el seno de la institución del matrimonio.
En cuanto a la reglamentación del matrimonio y las relaciones carnales, los judíos y musulmanes disfrutaban de “mayor margen de maniobra”. Sin embargo, la presión era constante en el caso de los cristianos. Eso sí, se daba una verdadera dominación del varón sobre la mujer en las culturas judía y musulmana.
Las altas esferas eclesiásticas instituyen el sagrado matrimonio. Y la explicación es sencilla: Anteriormente, la tradición de los bárbaros tenían aceptado el concubinato, el adulterio, con la posibilidad de unirse y separarse libremente. Alejando prácticas “no deseables”, a la Iglesia se le ocurrió establecer, según ellos, “un buen orden social”. Por esta razón, asentaron el matrimonio como institución.
Cada uno de los cónyuges desempeñaba una función concreta. Con el fin de asegurar la armonía de la convivencia, los hombres eran los encargados de mantener a la familia, las mujeres de cuidar al esposo, los hijos y la casa.
Otra condición del matrimonio es que éste debía ser heterosexual. Las relaciones entre individuos del mismo sexo estaban prohibidas, con la amenaza de la excomunión.
Surgió el concepto de “pecado” para todos aquellos que se atrevían a mantener relaciones sentimentales o sexuales fueran del matrimonio. Además la mujer debía ser “virtuosa al máximo”, esto es llegar virgen al matrimonio.
Para que el varón se asegurase la paternidad de la criatura, a las mujeres se las exigía la responsabilidad de la castidad. De hecho, eran terribles los castigos impuestos a las féminas por adulterio.
Las relaciones sexuales únicamente tenían un objetivo: Acto coital con fines reproductivos. Quedaba fuera de lo “correcto” cualquier otro goce o disfrute.