Toda relación de cualquier tipo vive inexcusablemente una serie de etapas que pueden aparecer en un orden u otro. La primera señal, el primer beso, pero también las fases negativas como la primera pelea o la primera mentira son inevitables en la mayoría de las parejas, pero también necesarias para conocerse y convencerse de que están hechos el uno para el otro.
Cada pareja evoluciona de una manera y, de hecho, algunas mejoran y otras empeoran por lo que en definitiva siempre hay dos opciones: o ponen punto y final a la relación o, simplemente, adaptarse. Lograr esto último no es nada fácil y para conseguirlo hay que partir de una premisa: tener claro que todos somos diferentes, y que en la mayoría de los casos cada uno se ha educado en un hogar, en un barrio, en un colegio o en una ciudad diferente al del otro, lo que se traduce en que algo que puede ser obvio para uno, es completamente ajeno al otro y a la inversa.
Todos estos contrastes, latentes al principio, se manifiestan en todas las relaciones con el tiempo y se acentúan cuando se da uno de los pasos más temidos: la convivencia. Para evitar los casi generalizados problemas de lo que significa compartir un hogar, debemos tener siempre presente que cada uno se crió de una manera y, sobre todo, diferenciar entre lo que es verdaderamente relevante y, por tanto, merece ser discutido – como la compra de una casa – y lo que es completamente trivial, como el lugar en que se guardan los cereales o la manera de hacer la cama.
En definitiva, debemos aceptar la manera de hacer las cosas del otro, escuchar sus opiniones, y abrir nuestra mente para intentar llegar a acuerdos, ya que hay muchas formas válidas de realizar las tareas del hogar y de organizar las cuentas, por poner un par de ejemplos. Pero sobre todo lo que siempre debemos evitar es convertir nuestra relación en un tira y afloja constante porque así no hay quien viva.